No es lo que se dice un concepto exactamente nuevo, pero desde hace algo menos de una década expertos en tecnología y ayuntamientos de todos los signos políticos están transmitiendo la idea de que es necesario ir adaptando la planificación urbanística al concepto de las ciudades inteligentes. Lo que rara vez logran explicar es en qué consisten sus fundamentos ni las ventajas que implican, dando a entender que se trata de un simple proceso de digitalización.
No es así. El concepto de ciudad inteligente es algo mucho más ambicioso que incluir todas las modalidades del transporte público en una aplicación móvil y pagar vía NFC, puesto que también abarca la gestión de centros de salud, el mantenimiento de parques y jardines, e incluso la predicción de factores climatológicos y ambientales para ajustar el funcionamiento de los servicios públicos de la ciudad. Si explicar el funcionamiento de todos estos aspectos resulta complicado, imaginad lo que supone computarlos.
¿Pero qué es exactamente una Smart City?
Podríamos definir la ciudad inteligente como una zona urbana cuyos recursos son optimizados en base a la información recogida por una serie de sensores repartidos en su extensión. Dichos sensores pueden ir desde estaciones de control de contaminación a monitores de ocupación en los autobuses.
En líneas generales, una smart city delega gran parte de las labores cotidianas de gobierno y gestión en sistemas informáticos para brindar un funcionamiento mucho más eficiente y mejorar la calidad de vida de los ciudadanos. No se trata solo de ahorrar costes, sino de que la ciudad, simple y llanamente, funcione mejor. Y aunque se reduce el factor humano, a la postre lo que se consigue es plasmar con mayor precisión la gestión administrativa de los recursos al reducir el número de engranajes desde el ciudadano al centro de toma de decisiones, y viceversa.
Pongamos por ejemplo el caso de la limpieza de las aceras. Son habituales las quejas por parte de los vecinos en los periódicos locales. Si hacen mucho ruido, es posible que un concejal de distrito tome nota del asunto y eleve sus demandas al departamento adecuado. Estamos hablando de un tiempo de respuesta de días, tal vez semanas.
Una ciudad inteligente, por contra, podría utilizar sensores de contaminación atmosférica para detectar malos olores o contenedores abarrotados para avisar inmediatamente de la necesidad de enviar un equipo de limpieza cuando y donde sea necesario. O incluso adelantarse a la aparición de suciedad monitorizando los flujos de personas, pasando de un modelo de gestión reactivo a uno predictivo.
No es hacer mucho, sino hacerlo bien
El problema fundamental con el que se han encontrado algunas ciudades que han querido seguir esta senda es el hecho de que no todos los datos cotejados son importantes. O a lo mejor sí lo son, pero todavía no tienen la capacidad de procesarlos en beneficio de los ciudadanos, lo que induce el temido feature creep, la introducción de funciones inútiles que a la postre solo sirven para introducir retrasos y engordar presupuestos.
Por este motivo no cabe imaginar la ciudad inteligente del año 2020 como una urbe con tráfico gobernado por ordenadores, pasos de peatones autoiluminados y robocortadores de césped que además saludan a los paseantes. Solo con que todas las ciudades españolas pudieran cotejar los datos climatológicos actuales e históricos y cruzarlos con sus poblaciones de riesgo para predecir urgencias respiratorias antes de que se produjeran ya estaríamos hablando de un inmenso avance.
Lo recomendable es comenzar desde abajo. Por ejemplo, Barcelona estrenó hace unos años un sistema de riego mediante sensores que solo irriga aquellas plantas que lo necesitan, evitando el desperdicio de miles y miles de litros de agua que se produce cuando los jardineros solo pueden abrir un grifo. Santander es otro ejemplo de ciudad inteligente bien asentada, gestionando de forma inteligente sus servicios de residuos y alumbrado, avisando por ejemplo de la presencia de contenedores averiados.
La cuestión es que una ciudad inteligente solo puede serlo cuando sus bases de datos son capaces de hablar entre sí para llegar a conclusiones predictivas. Por ejemplo, si los sensores medioambientales detectan temperaturas muy elevadas, el cerebro electrónico de la ciudad debería ser capaz de cruzar esa información con el censo para ver qué barrios tienen una población más envejecida y desplegar unidades sanitarias en previsión de posibles insolaciones.
El cruce de información y el desarrollo de una inteligencia artificial capaz de gestionar literalmente centenares de factores de todo tipo (transporte, temperatura, contaminación, gestión de recursos, valores demográficos…) para llegar a conclusiones en beneficio de la ciudadanía no es un trabajo sencillo. Es necesario que dicha IA sea lo suficientemente versátil como para cotejar todos estos datos, y si no es posible, derivar su trabajo a múltiples IA dedicadas a realizar una gestión más granular.
Asimismo, las necesidades de procesamiento de dichas IA hacen necesario un hardware especial. Huawei, que es una de las pocas firmas que ofrecen soluciones integrales para la creación de ciudades inteligentes, combina un entorno multinube con sistemas basados en sus procesadores para inteligencia artificial Ascend 310 y Ascend 910, permitiendo gestionar tanto las bases de datos de información ciudadana como los procesos de administración que los cruzan y explotan.
Una ciudad inteligente también debe contar con espacio para crecer
Dadas las circunstancias, una de las grandes dificultades a las que se enfrentan las ciudades inteligentes es la falta de soluciones unificadas. Hay muchas herramientas centradas en la nube, pero a la hora de la verdad cada municipio suele emprender sus propios proyectos de forma independiente y casi desde cero, lo que reduce la interoperabilidad y eleva los costes.
Idealmente existiría un sistema operativo para ciudades inteligentes con capacidad para manejar todos estos datos de forma transparente para los gestores e instalar “ampliaciones” conforme se van añadiendo prestaciones e informatizando servicios. Esta es la función básica de la tecnología +AI Digital Platform.
Huawei +AI Digital Platform es un conjunto de herramientas y tecnologías que permiten conectar distintos sensores para crear una gestión digital completa utilizando una ciudad virtual. Esta plataforma se basa a su vez en cuatro subplataformas de IA que conectan los siguientes factores para lograr una gestión más efectiva de un término urbano:
- Reconocimiento de voz para acelerar la comunicación con los ciudadanos y automatizar la respuesta de las autoridades
- Reconocimiento de imágenes para situar a ciudadanos, vehículos y objetos de forma geográfica, creando patrones de uso y recorridos de utilidad en la gestión urbana
- Aprendizaje profundo y análisis de las necesidades de los ciudadanos de forma pormenorizada para mejorar los servicios
- Análisis multidimensional de las relaciones entre las industrias y los recursos de la ciudad (energía, agua o vertidos, por ejemplo) para ajustar su disponibilidad de forma óptima
No se trata de un simple concepto técnico o prototipo de demostración. De hecho, Huawei ya las ha implementado en la Zona de Desarrollo Tecnológico-Económico de Tianjin o TEDA, por sus iniciales en inglés. Y próximamente veremos su implementación en otros lugares del mundo.
Dilemas en busca de soluciones
Obviamente, la captación de todos estos datos tiene implicaciones éticas importantes. Y es que, por ejemplo, nadie tiene ningún problema en que el sistema sanitario público tenga acceso a nuestro historial médico, ¿pero qué sucede cuando esos datos se cruzan con los departamentos de medio ambiente o saneamiento? ¿Hasta qué punto se puede anonimizar la información de los ciudadanos sin hacer que una inteligencia artificial proporcione resultados incorrectos? ¿Quién tiene acceso a todos esos datosy bajo qué protocolos?
Las cosas se complican aún más cuando se añade el creciente rol de los sistemas de vigilancia mediante vídeo, utilizados en China para identificar a delincuentes de forma automatizada. En Europa tenemos una serie de leyes muy estrictas que protegen a los ciudadanos frente a abusos, pero no cabe duda de que las posibilidades de crear patrones de comportamiento resultan inquietantes. Equilibrar privacidad y seguridad no es ni será una labor sencilla.
De igual forma, la tecnología de reconocimiento facial permite crear mapas de gran interés para los planificadores urbanos a la hora de distribuir recursos de la ciudad o gestionar la expansión de las vías de acceso. Por ejemplo, observando de forma anónima el movimiento de los vecinos de un barrio sería posible saber dónde hacen sus compras diarias, dónde se desplazan los fines de semana para disfrutar de sus momentos de ocio, a qué hora regresan a sus casas, o si utilizan con mayor o menor frecuencia el transporte urbano.
Con esta información sería posible coordinar de forma más efectiva el uso de los semáforos, la gestión de los horarios de recogida de basuras y el control de los espacios de carga y descarga. También si es preciso construir más o menos plazas de aparcamiento o si conviene reforzar el transporte público de la zona.
Al mismo tiempo, las implicaciones a nivel de privacidad son monumentales, e incluso si se anonimizan los rostros el mero hecho de que una cámara nos siga desde el portal de nuestra casa al trabajo puede incomodar a muchos. No digamos ya de la creación de perfiles demográficos granulares en torno a factores de consumo y actividad diaria, fácilmente contrastables con otros como el pago de impuestos, el número de hijos, la nacionalidad… Nos encontramos ante un cóctel explosivo muy difícil de regular.
Al mismo tiempo, la progresiva automatización del tráfico en los centros urbanos precisará de una mayor implicación de los ayuntamientos, cuyas flotas de transporte público irán desprendiéndose de los conductores. Las pausas en los semáforos serán menores y el funcionamiento de las rotondas se simplificará, ¿pero qué sucederá si un día un autobús autónomo debe decidir entre atropellar un anciano cruzando por donde no debe o invadir el carril contrario y arriesgarse a crear un accidente en cadena?
En último lugar será una inteligencia artificial la que realice la maniobra, pero sus parámetros de funcionamiento, las leyes que guíen su funcionamiento, habrán sido establecidas por un ser humano siguiendo los criterios de otros seres humanos. Así que no solo se anonimizará la identidad de los residentes, sino también se diluirá la toma de unas decisiones cuya atribución no será exactamente anónima, pero sí un tanto difusa.
La resolución de estos dilemas quedará en manos de los especialistas en ética, pero también de políticos y votantes. Porque las ciudades del mañana serán mucho más inteligentes gracias a la tecnología, pero en última instancia su correcto funcionamiento no será responsabilidad de las máquinas, sino de nosotros.
Imágenes / iStock y Huawei